Resulta fascinante imaginar el vértigo de lo extraordinario que sería dirigir una orquesta sinfónica. Permanecer sumergido en los océanos de sonidos provenientes de los espacios creativos de los grandes compositores, flotar en los aires y en el éter de obras trascendentales del arte musical, que no conocen de límites de tiempo y espacio, ha de ser una travesía iniciática en los misterios de la música y el arte. En su libro de 2007, Daniel Barenboim el célebre director argentino, nacido en el seno de una familia judía, reflexiona sobre las formas subjetivas de escucha de la música y cómo esta libertad deberá ser un espacio a preservar, especialmente ante el peligroso pero nunca obsoleto recurso perverso de ideologización de la música: el utilitarismo oportunista para abanderar posturas gracias al fuerte hechizo de la naturaleza musical y su magnetismo divino con la psique humana.
Resulta importante entonces, poner a la luz del análisis las creencias que culturalmente hemos reforzado alrededor de ciertas obras musicales, las cuales depositan atributos, valores o condiciones a la escucha de la música, lo cual muchas veces termina distanciandonos del descubrimiento auténtico y espontáneo ante la experiencia musical. Ejemplo los hay, como aquella idea tergiversada de que Richard Wagner escribió su música como reforzamiento del movimiento de exterminio del Tercer Reich. O entre los intérpretes de Chopin, quienes según Barenboim, interpretan sus obras con un carácter anémico, debido a que el compositor sufrió de tuberculosis.
De una u otra manera, ciertos géneros musicales o nombres dentro de la historia de la música, nos remiten, por conexión automática al imaginario que de ella hemos creado, a lo largo del tiempo, por tradición, por repetición, por romanticismo o por imaginación. Nos gusta crear o reforzar historias en torno a los hechos, tal vez porque resultan más fascinantes y significativas que el frío rigor de lo ordinario. Nos hemos acostumbrado a los comunes apelativos dados a los grandes favoritos:
Bach: el arquitecto de la música; Mozart: el niño prodigio; Beethoven: el sordo; Berlioz: el loco; y una larga lista de etcéteras que damos por cierta. ¿Qué tanto podemos ir más allá de estas etiquetas que si bien tienen origen en matices fácticos, se han instaurado casi como implacables categorías?
Distorsiones más graves han degenerado en la conexión de grandes obras de la música con la propaganda política. Nefasta fue la conexión que Hitler logró hacer entre su macabra ideología de aniquilación con la música de Richard Wagner, a quien admiraba profundamente. Si bien el célebre compositor manifestó en cartas personales posturas excluyentes hacia los judíos, su dedicación en la vida tuvo un interés muchísimo mayor: llevar al plano humano las realidades de los dioses, recreando las más épicas mitologías de sus tierras, el cielo de Valhalla y su relación con el hombre, esculpidas en el arte músical más elevado y de gran formato com lo es su tetralogía (4 óperas en una) conocida como El Anillo del Nibelungo. En ellas recreó en una inmensidad de temas relevantes para el ser humano, como el poder, la traición, el sacrificio, el amor y la redención. Historias que van mucho más allá del tinte oportunista y malintencionado que Hitler le dio décadas más tarde para impulsar su movimiento. Wagner munió mucho antes del surgimiento del movimiento nazi, pero por desgracia, su música se convirtió para muchos, en parte de la bandera sonora del dolor, la tortura, la sevicia y el terror.
En Israel se ha llegado a convenir que la prohibición de la música de Wagner es una muestra de sensibilidad y respeto hacia los superviventes del Holocausto. De forma más que justificada, esto ‘protege” a estas personas de una posible re exposición ante un estímulo que le traería de vuelta en la realidad del horror vivido, pero al mismo tiempo implica una aceptación y reforzamiento de las falsas asociaciones creadas por la propaganda nazi, especialmente en quienes, judíos o no, por fortuna, no sufren a causa de ellas. ¿A quién le corresponde imponer o prohibir la música? ¿Es la música en sí misma moral, inmoral, o somos nosotros quienes le otorgamos estos atributos?
¿Puede la música hacerse tabú?
Aprender a discernir, escuchando y escuchándonos, sería el antídoto ante una inconsciencia política, ideológica y musical. Aprender a diferenciar el contenido (una esencia inalterable de fuerza musical primigenia), de la percepción (los filtros a través de los cuales se procesa esta música en mi mundo personal, familiar, educativo, político, cultural y religioso), resulta de gran importancia si queremos explorar las instancias de libertad a las que solo la escucha consciente puede acceder.
Si bien no se trata de proponer una utópica escucha objetiva, la toma de conciencia sobre las asociaciones, ideas fijas, preconcepciones, prejuicios, historias creadas que nos distancian de la experiencia musical auténtica, es al menos un deber ético en nuestra relación con nosotros mismos y con el entorno. Deberíamos poder acercarnos a la música con una disposición siempre fresca, renovada y abierta. Despejar la mente, los sentidos y la razón para permitirle a la música hablar por sí misma, contándonos los secretos que tiene para cada uno de nosotros: verdades que en primera instancia pertenecen a quien la concibió y que toman matices de lo que cada quien internamente contiene de forma autógena, mas no impuesta. ¿Cómo podríamos entonces disfrutar de la música de Miles Davis si únicamente pensamos en lo “diablillo” que era, o en las veces que por desgracia maltrató a su esposa?
Para Barenboim, la evidencia más real de que la música puede acercarse a una realidad objetiva está en la partitura misma, en lo que cada signo y anotación dicen debe ser: lenguaje musical per se. No hay nada más; no hay creador, solo creación. Cuando la música suena es solo ella y uno quien existe, o mejor, como lo expresó T.S. Elliot: “Música escuchada tan profundamente, que no es escuchada del todo, porque tú eres la música mientras está sonando.”
Fuentes consultadas:
Barenboim, D. (2007). El Sonido es Vida: el Poder de la Música. Editorial Norma.
Wagner, R. “Prelude to Act I: https://youtu.be/LMtRof9qJG8?si=6G0w7Wnd6pVQt5lH
Elliot, T.S. Cuatro Cuartetos. Fondo de Cultura Económica.